'Más allá del amor', y voy yo y me lo creo

'Más allá del amor', y voy yo y me lo creo
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Niña excesivamente protegida por papá conoce a chico de casta social inferior —ha estado en la cárcel, tiene un padre con un pasado no muy moral— y se enamoran contra todo pronóstico, el de resto de personajes, claro. Para el resto de mortales es más que evidente que el amor triunfará, porque es lo que siempre hace en películas de la índole de ‘Más allá del amor’ (‘Endless Love’, Shana Feste, 2014) cuya visión sobre el sentimiento amoroso sobrepasa todas las ingenuidades y falacias que se han vertido para hacer creer al pobre público que el amor, tal y como nos lo venden ahí, existe.

Y no hay nada de malo en creer en el amor —cierto famoso crítico lo definía como las ganas de acostarse de un ser humano con otro, nada más—, porque a pesar de que nos vuelve imbéciles, sobre todo a los hombres, queremos creer que existe y luchamos por ello —salvo los que se dan una buena hostia y se dedican a prostituirlo—, hay algo soterrado en esas cuatro letras que nos inspira, nos motiva, y también nos puede llevar al agujero más profundo jamás cavado por el ser humano, pero tal y como dice Barbra Streisand en una de sus películas, hace que nos sintamos de puta madre. Por eso mismo se hacen bodrios como el presente.

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(From here to the end, Spoilers) Volvamos con la historia que narra el film de Feste, porque sobre el amor en sí, el de verdad, ya debatiremos en su debido momento. La niña de papá a la que da vida Gabriella Wilde, se ha pasado todo el curso ignorada, sola, y el único que demuestra tener ojos para ella es un pobre chico (Alex Pettyfer), hijo de un mecánico —Robert Patrick con cara de “¿pero qué coño hago yo aquí?”—, que no quiere ir a la universidad a pesar de sus excelentes notas porque antes quiere conocer al amor de su vida, la chica, cachonda y de muy buen ver, EN LA QUE NADIE SE HA FIJADO A PESAR DE LO BUENA QUE ESTÁ. Y voy yo y me lo creo.

Por supuesto, la niña tiene su destino marcado por un severo padre (Bruce Greenwood) que desea —eufemismo de “me sale a mí de los huevos”— que su preciada niña se convierta en un médico acojonante, siguiendo, cómo no, lo que se llama tradición familiar —eufemismo de “quiero controlarte hasta el fin de tus días”—. La sombra de Romeo y Julieta navega sobre la película, que más que ensalzar el amor —algo que no me parece mal en absoluto— lo baña con una superépica barata y superficial. Es como una película de Michael Bay, más oxigenada aún, y en lugar de secuencias mareantes de acción, postulados grandilocuentes sobre lo más importante del mundo: follar, perdón, amar. Y voy yo y me lo creo.

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La vida es una piruleta

Los muros contra los que se enfrenta este amor primerizo, inexperto pero con más ganas que el experimentado —hormonas, sólo son hormonas—, son de una desfachatez insultante. En cualquier película uno tiene que hacer un salto de fe, esto es, adentrarse en el universo ficticio en la que está enmarcada, y procurar creerse, dentro de ese universo con su lógica y coherencia, lo que te están contando. Pero en este punto es de tontos el hacerlos, porque cualquiera con dos dedos de frente, y me refiero a los personajes que no creen que la historia de los protagonistas salga adelante, sabe con sólo fijarse un poco que esos dos están hechos el uno para el otro. El guionista, borracho de amor, decide que es así y punto. Además no puede moverse demasiado de los postulado por Franco Zeffirelli en la primera y patética versión de la novelita de Scott Spencer.

Para colmo se permiten manipulaciones que claman al cielo, y prácticamente todas de índole moral. El ogro de la historia es el padre de la niña, que con Bruce Greenwood en su piel, tiene todas las de resultar odioso. Pero ojo, el actor, que sabe perfectamente resultar ambivalente, da una de cal y otra de arena, es un padre que no comprende a su hija pero acabará haciéndolo en nombre del amor, previo pago de someterse al error moral de la infidelidad y el fantasma del hijo predilecto, despachando sin más lo primero y subrayando en exceso lo segundo.

Del personaje de Joely Richardson sería mejor no hablar, madre cornuda de la niña, que llega a cuestionarse sus propios deseos por la perturbadora presencia del pretendiente de su hija, un jovenzuelo absolutamente carismático y de muy buen ver, que con sus argumentos sobre el amor, nacidos de la ciencia infusa, convencen a cualquier adulto experimentado que la vida no es dura ni te da hasta en el carnet de identidad, que en realidad todo es una piruleta y arco iris por doquier, revitalizando pasiones olvidadas y enterradas. La música sube, el amor está en el aire, las mariposas revolotean, y los milagros existen. Y voy yo…

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