El humanismo y la pasión de Zhang Yimou

El humanismo y la pasión de Zhang Yimou
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“La gente en la miseria es lo más importante del arte”

Yo soy muy exigente. Cuando a veces escucho o leo la expresión “gran director de cine” aplicada a cineastas que, independientemente de su talento (muchos lo tienen, pero pocos llegan a algo en verdad importante), desarrollan una carrera con mucho menor vuelo estético que los que yo considero verdaderamente grandes, me imagino qué tipo de expresiones deberían usarse con los que son artistas eminentes, como Zhang Yimou. No voy a hacer ahora una de mis listas de directores geniales o de directores sobrevalorados (supongo que muchos lectores ya me tienen calado en ese sentido), pero si a ciertas películas bien elaboradas y con buen cine se les pone un ocho o un nueve sobre diez…¿qué se le puede poner a una obra de arte como ‘El camino a casa’ (‘Wo de fu qin mu qin’, 1999)? ¿Un catorce? No es fácil valorar ciertas muestras de buen cine cuando uno tiene ejemplos de piezas que convierten al cine, una forma de expresión todavía balbuciente, en una bella arte. Y eso que en la cita de más arriba tampoco especificó el maestro qué tipo de miseria, aunque sospecho que de todo tipo. Y de eso nutre su arte.

Están a punto de cumplirse veinticinco años desde la primera película que dirigió Yimou hiciese su aparición. No creo que hayan existido unos años más extraños, convulsos y raros en toda la historia del cine, y sin embargo él se ha mantenido fiel a sí mismo, capaz también de sorprender a propios y extraños con propuestas audaces y fuera de toda norma, resistiendo la represión de la feroz maquinaria política china, abriendo la cinematografía de su país a todo el mundo, formando parte de una de las generaciones de cineastas más importantes de las últimas décadas. Dirigiendo dramas, cine de autor, comedias, películas de aventuras, filme noir…Haciendo uso dinámico de las mejores lecciones de Ford y de Kurosawa, pero también de las más vigorosas vanguardias; recogiendo muchas de las tradiciones milenarias de su país de origen, pero adaptándolas, universalizándolas. Hace no mucho leí que Zhang Yimou es un director de gran envergadura, pero bastante sobrevalorado. Yo creo que está bastante infravalorado.

Durante la Gran Revolución Cultural Proletaria en China, Yimou se vio obligado a abandonar sus estudios y a trabajar durante diez años en fábricas textiles y campos de arroz. Lejos de recordar esa etapa con amargura, Yimou la considera la más importante de su vida, pues en ella maduró como persona, conoció a verdaderos proletarios que salían adelante con sus propias manos sin deberle nada a nadie y con dignidad, y se empapó de la miseria y la riqueza de un país enorme y tan complejo como es China a finales del siglo XX y principios del XXI. Volvió a los estudios y se matriculó en la Academia de Cine de Pekín, estudiando sobre todo fotografía, y salió debutando como operador en dos filmes: ‘Tierra amarilla’ (‘Huang tu di’, 1984) de su compañero y amigo Chen Kaige, y ‘Lao jing’ (íd, 1986) de Wu Tian-Ming, en las que demostró su enorme pericia y gran gusto en la iluminación de películas, que luego ha sabido inocular a los grandes operadores con los que ha trabajado, una vez convertido en realizador, uniéndose a la mítica Quinta Generación del Cine Chino que tantas alegrías ha dado a los cinéfilos de medio mundo, conquistando desde su primera película la admiración de la crítica occidental.

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Porque la brutal, tremebunda, ‘Sorgo Rojo’ (‘Hong gao liang’, 1987), fue algo más que un debut bendecido con el Oso de Oro en Festival de Berlín, fue la apertura del cine chino en el panorama internacional, y la pronta cristalización de un talento incontenible. Podría haber sido flor de un día, pero su imparable carrera demostró que no, que había llegado para quedarse, y la crítica tuvo que doblegarse ante la evidencia. La trilogía formada por ‘Semilla de crisantemo’ (‘Ju Dou’, 1990), ‘La linterna roja’ (‘Da hong deng long gao gao gua’, 1991) y ‘Qiu Ju, una mujer china’ (‘Qiu Ju da guan si’, 1992) hizo del cine chino tema universal, nada folklórico o centrado en sí mismo, sino con las ventanas hacia fuera, hacia el mundo, pues el arte debe ser al mismo tiempo profundamente nacional (en el sentido cultural, no de fronteras) y al mismo tiempo profundamente universal, algo que consiguen muy pocos. Para algunos, esa trilogía sobre la penosa condición de la mujer en la machista cultura china es la obra maestra de Yimou, pero aún habría de superarse. Tras el paréntesis de la hermosa ‘Vivir’ (‘Huozhe’, 1994) y la irregular ‘La joya de Shangai’ (‘Yao a yao yao dao waipo qiao’, 1995), Yimou asombró con otra trilogía muy dispar.

Fue la conformada por ‘Keep Cool’ (‘You hua hao hao shuo’, 1997), ‘Ni uno menos’ (‘Yi ge dou bu neng shao’, 1999) y ‘El camino a casa’ (‘Wo de fu qin mu qin’, 1999), con la que Yimou creció de tal manera como artista, que la multitud de premios internacionales (sobre todo en Berlín y en Venecia, en los que arrasó el mismo año) se quedaron pequeños. En la primera se inventó una febril forma de narrar, que dejó perplejos a sus incondicionales y que dejó a las vanguardias narrativas obsoletas de un plumazo, con su primera indagación en la vida moderna china. La segunda hablaba de la miseria en las zonas de la China profunda, pero sin el lirismo que le define, sustituyéndolo por un realismo descarnado, desasosegante, aunque finalmente redentor. Y la tercera era un poema de indescriptible belleza, de poco más de ochenta minutos de duración, un pedazo de arte inalcanzable para el noventa y nueve por ciento de los directores actuales, perdidos en la búsqueda de la tecnología y lo impactante e incapaces de emocionar contando la miseria y la dignidad del hombre.

Porque, hablando de miseria, no puede haber mayor que la de los niños que, no teniendo absolutamente nada y obligados a ir a trabajar a la gran ciudad, ni siquiera saben sumar, restar, dividir o multiplicar. Ni parecida a la del hijo que conoce a su padre después de haber muerto éste. Armado con la riqueza de la vida misma, Yimou ha echado a volar su imaginación y sus ficciones rezuman compasión por los héroes comunes, individuos que salen adelante con lo poco que tienen. Por eso su triple homenaje al “wuxia”, género que vendría a ser el equivalente al western norteamericano, y que desde luego no empezó con ‘Tigre y dragón’ (‘Wo hu cang long’, Ang Lee, 2000), ni mucho menos con ‘Matrix’ (íd, Wachowski Brothers, 1999), fue acogido con cierto escepticismo, aunque en ese vigoroso tríptico late una belleza que gran parte del cine de aventuras actual no puede ni siquiera soñar poseer. Porque en él se dan la mano una épica arrolladora, una oscuridad emocional incontestable y una resolución plástica apabullante. Inició esa aventura con ‘Héroe’ (‘Ying xiong’, 2002), de la que hablaremos dentro de muy poco en el Ciclo: Gran Cine de Aventuras, y aunque muchos no supieron qué hacer con ella, otros nos quedamos maravillados ante tanta imaginación, tan tragedia y tanta belleza.

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Pero ya antes había llevado a cabo una pequeña pieza, titulada ‘Happy Times’ (‘Xingfu shiguang’, 2000) que por cierto tenía como productor ejecutivo a Terrence Malick, y que tanto debe a Ford o a Capra. Y continuó adicto a su labor de director, casi como si hacer películas fuera una forma de vida, dirigiendo la extraordinaria ‘La casa de las dagas voladoras’ (‘Shi mian mai fu’, 2004), a la que ya dediqué encendidos y merecidísimos elogios en estas páginas de Blogdecine, y con la infravalorada y devastadora ‘La maldición de la flor dorada’ (‘Man cheng jin dai huang jin jia’, 2006), con un breve intervalo en una insólita tragedia a medio camino entre Japón y China que muy pocos han visto, ‘La búsqueda’ (‘Qian li zou dan qi’, 2005), y un parón de unos años para encargarse de las fastuosas Apertura y Clausura de los JJOO de Pekín, que tanto bebían del wuxia y del amor por la ancestral cultura china de este director legendario. Comenzaba así otra época en su trayectoria, la marcada por la dinámica y sorprendente ‘Una pistola, una mujer y una tienda de fideos chinos’ (‘San qiang pai an jing qi’, 2009), que ví en Berlín y que me deslumbró por su precisión narrativa y su desparpajo visual y temático.

Y ahora vuelve con sendos dramas sobre la Revolución Cultural China y sobre la masacre japonesa en Nanjing, y promete seguir dando mucho del enorme cine que lleva dentro. Cuando dentro de un par de décadas Yimou se haya cansado de recibir premios (algunos nunca se los han dado, pero a él no le importa lo más mínimo, porque el premio es ser director de cine) y yo me pregunto si seguirán infravalorando a uno de los más refinados artistas visuales que existen, capaz de construir un poema con colores y caracteres mínimos, y de mostrarnos la cruda realidad con un lirismo estremecedor, y sin embargo contenido y elegante. Yo seguiré revolviéndome en mi asiento cada vez que lea que alguien es un genio cuanod no ha demostrado ni la mitad de lo que ha hecho este cineasta.

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