Cuando el listo de Ridley Scott —excelente director, sí, pero que cuando abre la boca hay que prepararse para lo que sea— dijo que su visión sobre el legendario Robin Hood sería la mejor de todas, algunos le dieron el beneficio de la duda, otros no sabían de lo que hablaba, y un buen puñado literalmente nos partimos de la risa. Que no se me malinterprete, admiro al realizador de joyas como ‘Los duelistas’ (‘The Duellits, 1977) o ‘Blade Runner’ (id, 1982), que una película venga firmada por él es razón más que suficiente para ir a verla, pero a la hora de defender su producto debería utilizar otra serie de argumentos y no el simple desprecio hacia obras maestras como la protagonizada por Errol Flynn, quien con mallas verdes tiene más carisma que Russell Crowe en el aburrimiento soberano de Scott. La de Keighley y Curtiz es sin duda la versión más famosa, la más comentada estos días, pero sólo unos pocos se acuerdan de la maravilla que filmó en 1976 Richard Lester, y que Scott plagia sin descaro en muchos de sus planos.
‘Robin y Marian’ es el sencillo y sentido título de una película que se adentra en el mito de Robin Hood desde una perspectiva totalmente desmitificadora y en un tono de elegía elucubra sobre las vidas de todos los personajes cuando éstos son ya mayores y no tienen el cuerpo para tantas batallas. Una historia otoñal, una canción triste de acentuados tintes crepusculares en la que Lester —director que efectuó una maniobra similar sobre otras figuras míticas, los mosqueteros de Dumas— se acerca sorprendentemente a un terreno en el que hubiera campado a sus anchas el mismísimo Sam Peckinpah.
James Goldman —ganador del Oscar por el libreto de ‘Un león en invierno’ (‘The Lion in Winter’, Anthony Harvey, 1968)— escribe un guión en el que Robin Hood regresa de la Cruzadas y tras la repentina muerte de un Ricardo Corazón de León, comprueba que el sheriff de Nottingham sigue tiranizando el lugar haciendo de las suyas. Lady Marian se ha hecho monja y antes de ser apresada por el sheriff debido a la práctica de la religión católica, Robin Hood interviene raptándola firmando lo que es una clara declaración de guerra al sheriff y el rey John. Así pues, Robin, su sempiterno compañero Little John, y antiguos seguidores, vuelven a los bosques de Sherwood, el lugar que antaño fue su hogar.
Uno de los grandes aciertos, probablemente el más grande, de ‘Robin y Marian‘ es su carácter de comedia amarga. El ver a nuestros héroes de la infancia ya mayores, con el cuerpo cansado, torpes y menos fuertes, no deja de tener su punto cómico, pero Lester, que se movía como pez en el agua en la comedia, añade un gran peso de amargura que hace que jamás soltemos una carcajada, sino más bien una sonrisa de triste regusto. Ver cómo Robin y los suyos se levantan con el cuerpo dolorido tras pasar una noche a la intemperie, o el patético enfrentamiento final entre Hood y el sheriff, evocan con algo de gracia una épica dormida con el paso de los años. Lester se permite el lujo de ser puramente cómico en su descripción del Rey John (Ian Holm) y que además funciona como crítica al poder. Un rey al que no le importa lo más mínimo lo que ocurre en su reino, sólo piensa en muchachas, momento en el que Holm está impagable.
Aunque la mirada que Lester proyecta sobre sus personajes, a los que viste en todo momento de suciedad —magnífica ambientación del genial Gil Parrondo y fotografía del no menos excelente David Watkin—, es en todo momento agridulce, hay emoción en el relato. Una palpable emoción como en las antiguas aventuras de nuestros héroes ahora ya al final de sus vidas, agarrados al sueño de lo que fueron e irremediablemente no pueden volver a ser. Y es curioso como Lester aplica un ritmo nada lento a una historia sobre la decadencia del mito. Otros directores hubieran empleado más tiempo del necesario, por ejemplo en el asedio al castillo donde sólo hay mujeres y niños. Lester filma con un sólo plano —el castillo a contraluz ardiendo en el ocaso— el horror de la maldad cometida por Ricardo Corazón de León. Sutileza y sencillez en una aventura tan entretenida como las demás.
Si antes mencionaba que la mirada de Lester era probablemente el mayor acierto del film, es evidente que obviar su impresionante reparto sería de locos. Es innegable lo brillantes que están Robert Shaw, como el perfecto antagonista de Hood, Nicol Williamson, como Little John y que termina confesando su amor por Lady Marian, Denholm Elliott, años antes de Indiana Jones animando la función con sus canciones, el mencionado Ian Holm, y Richard Harris como perfecto Ricardo Corazón de León, cuya muerte a brazos de Hood es un mal presagio de lo que vendrá. Pero si ‘Robin y Marian’ tiene alma ésta se encuentra repartida entre Sean Connery y Audrey Hepburn que conforman uno de los más perfectos castings que el cine recuerde.
Connery y Hepburn, Hepburn y Connery. ‘Robin y Marian’ es prácticamente imposible sin ellos, dos actores muy adecuados sobre todo por sus edades. En ellos está el peso de la película y su perfecta compenetración alcanza momentos únicos como la declaración de amor que le hace Marian a Robin, diciéndole que le ama más que a cualquier cosa, más que a Dios. O cómo no, esa durísima escena final en la que Marian proporciona a su amado una muerte mejor que la que le espera y resignados a su inminente destino, Robin tensa por última vez su arco pidiéndole a su eterno amigo Little John que les entierre donde caiga la flecha. El vuelo de dicha flecha hace que el espectador se eleve con ella mientras Lester termina la película con el mismo plano con el que la inicia.
Suena John Barry, y el que no derrame alguna lágrima, que me perdone, no tiene sangre en las venas.
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