'Apocalypse Now', soñando con la jungla

'Apocalypse Now', soñando con la jungla
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Todo el mundo consigue todo aquello que quiere. Yo quería una misión, y por mis pecados me dieron una.
(Everyone gets everything he wants. I wanted a mission, and for my sins they give me one.)

-Willard

Desde negro fundimos a un plano fijo, en larguísimo teleobjetivo que aplana la imagen, de una frondosa jungla. Durante varios segundos, el único sonido perceptible es el distorsionado repiqueteo de unas hélices. De súbito un helicóptero corta la pantalla, borroso. Se levanta una bruma amarilla. Se levantan también, a la vez, los primeros acordes de una música lejana. Más bruma amarilla. Al minuto y once segundos, una brutal explosión de napalm reduce la jungla a cenizas. Morrison dice “This is the end…beautiful friend”.

Del rostro en parcial oscuridad de Michael Corleone, pasamos, cinco años después, al rostro de Willard (Martin Sheen), rostro invertido y sobreimpresionado a las imágenes de la jungla y los helicópteros. Las hélices desaparecen. Ocupa su puesto la hélice del ventilador de techo de su habitación. Y de ahí de nuevo a la jungla, otra explosión. No hay tregua. Son los dos primeros minutos de ‘Apocalypse Now’. En 1979 el mundo conocía por primera vez estas imágenes.

Una lenta panorámica, que funciona para cada objeto que nos muestra como un plano detalle, recorre las pertenencias de Willard, tirado en la cama, con un cigarrillo en la mano. Desde las fotos de su mujer y las cartas que presumiblemente le ha mandado, hasta la pistola que guarda debajo del colchón. Nos adentramos, sin previo aviso, en la mente de Willard, que no deja de pensar en la jungla, en la guerra, en la masacre. Está solo, en la cama, pero su mente está en otro sitio, y las imágenes de Coppola se encargan de mostrárnoslo de manera precisa. El sonido de las hélices del helicóptero finalmente se funde, sin que nos demos cuenta, con el sonido de las hélices de su ventilador.

El director quiere que vivamos la aventura con los ojos del protagonista. Esto es sutil, pero evidente, con ese formidable plano subjetivo, cámara en mano, en el que todos nos levantamos con Willard y miramos por la ventana, para darnos cuenta de que seguimos en Saigon. Mierda. Sólo estamos en Saigon. Son las primeras palabras de la voz en off de Sheen (un actor, por cierto, con una voz bellamente atenorada, que pocos años antes había protagonizado nada menos que el debut de Terrence Malick, aunque allí la voz en off era de Sissy Spacek), que da vida a un personaje que ha tocado fondo.

El tiempo se detiene. Para todos. Para Willard y para nosotros. No hay más imágenes de la jungla, ni más visiones ni sonidos desde lo desconocido. Somos testigos privilegiados de la confesión de un hombre que, en su habitación de hotel, está volviéndose loco. Y todo por volver a la jungla. Coge la foto de su ya ex-mujer…y la quema con la brasa de su cigarrillo. Este soldado que bebe y fuma sin parar, que luce barba de varios días, es el protagonista elegido por Coppola. ¿Por qué? Quizá por la lucidez que desprenden sus actos. Algo parece haberle hechizado de sus combates en Vietnam. Willard representa al soldado norteamericano obsesionado con las técnicas de combate del adversario vietnamita: “a cada minuto que paso en esta habitación me debilito, y a cada minuto que Charlie se esconde en la espesura se hace más fuerte”.

No parece un soldado típico. Más bien un guerrero esperando a una misión especial que dé sentido a su existencia. A su dolor, incluso. Coppola sitúa un magistral plano cenital, muy contrastado de iluminación, que provoca gran inquietud en el espectador. Es un plano que describe brillantemente la situación anímica de su protagonista. Regresa con toda su furia el tema de los The Doors. Ha llegado la noche y Willard se enfrenta a sus demonios. Efectúa movimientos de artes marciales delante del espejo (es cierta la adoración de algunos soldados por su propio cuerpo), se pinta la cara como si saliera de noche en una emboscada. Por fin, completamente borracho, se tambalea efectuando esos movimientos. En el momento del clímax, rompe (realmente) el cristal del espejo de un puñetazo.

Es la locura. El primer peldaño, sólo que pensamos que es el último. Pero descubriremos lo equivocados que estábamos. Fascinado por su propia sangre, Willard la observa y se pinta con ella. Coppola al menos tiene la dignidad de abandonarla cuando rompe a llorar desencajado. Funde a negro. Siete minutos y dieciséis segundos encargados de hacernos testigos del hundimiento absoluto de un hombre destrozado. Pienso que el salvajismo y la audacia de estas imágenes desafían, y probablemente superan, a cualquier corto o largo de índole experimental o directamente abstracta. Coppola, después de alcanzar la plenitud con los dos padrinos, cambia totalmente de tercio.

No sólo su estilo, también su mirada. La solemnidad de la tragedia deja paso al caos, a la furia. De la identificación sentimental con unas raíces personales, pasamos a la crónica del desatino de las acciones internacionales de Estados Unidos. Esto entronca con el estudio del poder a través de la familia Corleone. Seguimos con la disección del poder, pero ahora en clave hiperbólica, pues no hay otro adjetivo que le cuadre a la actuación de los ejércitos de Estados Unidos en el continente asiático, cuyo objetivo claro era desestabilizar la zona a su favor con la excusa de detener el comunismo.

Coppola elige a Martin Sheen para dar vida a su extraño y oscuro protagonista. Pocos intérpretes hay más apolíneos y misteriosos que él en su generación. No demasiado alto, pero indudablemente apuesto, Sheen ofrece la que es, quizá, la más completa interpretación de su carrera. La secuencia de apertura es un caso excelente de improvisación mezclada con una suave guía por parte del director. Si observamos a Sheen borracho, es porque realmente lo estaba. Y sus palabras “my heart is broken” (que no oímos, pero que podemos apreciar en las imágenes del rodaje disponibles en el esencial ‘Hearts of Darkness: A Filmmaker’s Apocalypse’) son reales también.

Muchos pueden censurar esta técnica de dirección de actores de Coppola, que en casos extremos no tiene reparo en acceder al interior de la mente de sus actores, y torturarles psicológicamente para obtener sus fines. Este es un ejemplo muy radical, pero el caso es que Sheen era mayorcito para acceder a largas sesiones de improvisación que lo dejaron exhausto, y muy frágil anímicamente. En las condiciones ideales para dejarse impresionar por las condiciones alucinógenas de un rodaje larguísimo y agotador. Durante el rodaje de este sensacional inicio, Coppola le hablaba y le hablaba a Sheen, indagando en las mismas fisuras de su corazón. Si nos conmociona observar a un personaje derrotado, es porque estamos viendo a un hombre derrotado. Para Coppola es muy importante no sólo contar algo, sino que la realidad y su relato convivan.

Pareciera que Sheen va a lanzarse a por la cámara. Era imprescindible conseguir esa sensación, aunque fuera convocando los demonios del propio actor. De hecho, toda la secuencia parece una convocatoria a los demonios más terroríficos del subconsciente. Ya no hay lugar para la contención, para el ritual. Coppola convoca a los mismos demonios del personaje, y los hace materia misma de la secuencia, corporeizados en los helicópteros, en la demencia de la guerra. Sus planos son ariscos, tenebrosos, con grandes contrastes de luz, muy expresionistas. El operador Vittorio Storaro y el diseñador de producción Dean Tavoularis, se alían con Coppola para crear una atmósfera opresiva, irrespirable. La cámara de Coppola, imprevisible, se introduce en la primera puerta del dolor y la locura. Sólo es el comienzo.

Estudio F.F. Coppola en Blogdecine

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