'La ciencia del sueño', el alquimista de mundos

'La ciencia del sueño', el alquimista de mundos
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“Dos personas andan en dirección opuesta al mismo tiempo. Y luego toman la misma decisión al mismo tiempo. Luego la corrigen, y la corrigen, y la corrigen…Básicamente, en un mundo matemático, estos dos tipos seguirán así para siempre. El cerebro es la cosa más compleja del universo. Y está justo detrás de la nariz…¡Fascinante!”

-Stéphane (Gael García Bernal)

El francés Michel Gondry siempre será recordado, bien lo sabe él, por filmar una de las películas más portentosas, no solamente norteamericanas, de la primera década del siglo XXI, la excepcional, en muchos sentidos, ‘Olvídate de mí’ (‘Eternal Sunshine of the Spotless Mind’, 2004), cuya historia escribió en colaboración, pero cuyo guión firmó en solitario el inclasificable Charlie Kaufman. Conseguida esa hazaña, Gondry parece dispuesto a alcanzar otra, que muy pocos directores han logrado en la historia del cine: una forma de representación que le pertenezca sólo a él. Que parta de los hallazgos y de la energía arrolladora de aquella obra maestra, y que suponga una mirada única y definitiva sobre los temas que le obsesionan. De tal forma que su siguiente película, ‘La ciencia del sueño’ (‘The Science of Sleep’, 2006), la escribió en solitario, reincidiendo en algunos de los temas de su anterior ficción, e indagando en otros que sólo habían sido insinuados. Este esfuerzo le honra y le convierte en un cineasta valiente, pero no todo lo que intenta le sale bien.

‘La ciencia del sueño’ es, como ‘Olvídate de mí’, una fantasía sobre una pareja condenada al fracaso, de tintes oníricos y casi fantasmagóricos, que sustituye las tinieblas de Nueva York por las oscuridades de París, y con la que Gondry se muestra más surrealista y más libre que nunca, por mucho que esa libertad derive en una anarquía en la que los aciertos y los desaciertos conviven casi en cada secuencia, en cada idea y en cada personaje. Pese a todo ello, es imposible no valorar este filme como una apuesta entrañable, muy divertida, inspiradora e ingeniosa, gracias a la cual Gondry se confirma como uno de los investigadores más lúcidos de la inasible y resbaladiza materia de los sueños, materia que impregna hasta los momentos más sobrios de este proyecto, y que muchos otros directores se han jactado de comprender y de poder representar, cuando creo que en el fondo les interesan más otras cosas. El bueno de Gondry sólo está, en esta película, interesado en su ciencia.

Michel Gondry tiene cara, aunque ya roza la cincuentena, de eterno niño travieso. De juguetón, de imaginativo. Verle en Youtube armando el cubo de Rubik con sus propios pies, o incluso con su nariz, puede acercarnos más a su personalidad, quizá, que una entrevista profesional. Le interesan los juegos visuales arcaicos, tremendamente falsos, que gracias al cine alcanzan la categoría de cutrez imaginativa. ‘La ciencia del sueño’ no pretende ser una gran película, más bien pretende ser un enigmático y gozoso ensayo, lleno de ironía y de sentido del humor, acerca de las imágenes que nos asaltan mientras dormimos. Pero también le interesan los perdedores, los inmaduros, los solitarios. Lo eran, y de qué forma, Joel Barish y Clementine Kruczynski, y lo son incluso mucho más Stéphane y Stéphanie. Interpretados con gran coraje por Gael García Bernal y Charlotte Gainsbourgh, estos dos parisinos de adopción son como dos naves a la deriva que se encuentran de la manera más inverosímil posible y que inician una relación con fecha de caducidad.

De gente creativa y patética

La química entre ambos actores es estupenda, y es que Gondry dirige muy bien a los actores. Les controla y al mismo tiempo les brinda una gran improvisación, que resulta imprescindible en una historia tan encorsetada en la mirada de su director. Stéphane es un pringado, un tipo patético, al que engaña su propia madre para que vuelva a París, y se meta en un trabajo de mierda que odia con toda su alma. Dado su temperamento artístico y creativo, y su gran fantasía interior, carga de sentido interno todo aquello que le hiere, e ignora los motivos prácticos que deberían regir su vida. Gondry se siente como pez en el agua (nunca mejor dicho…) cuando narra las delirantes ensoñaciones de este personaje, incluso cuando con su televisión personal nos cuenta sus teorías acerca de los sueños. Los personajes que rodean a Stéphane son una panda de inadaptados, tanto o más que él, que conforman una fauna realmente inolvidable. Quizá se obsesiona por Stéphanie porque no tiene nada que ver con su vida.

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¿Es de amor de lo que habla esta película? Quizá sea de la necesidad de amor, o de un espejismo de amor. Hay ternura y verdad en muchas de sus imágenes, acerca de la eterna dificultad del amor sin miedo, de la amistad sin fronteras, de los celos infantiles. Stéphane, en su ingenio y en su amor por el arte manual, parece un alter-ego del propio Gondry. Y el director vuelve a erigirse como un certero retratista de tensos desencuentros sexuales, de ambientes en los que se busca sensualidad y sólo se encuentra frustración y dolor. Las relaciones íntimas, por tanto, como el único soporte de una vida sin mucho sentido. Menos mal que Stéphane, por suerte para él, goza de una imaginación que es su única manera de conectar con los demás, concretamente con el sexo opuesto. Como un niño eterno, el protagonista sólo se siente cómodo, en la soledad de París, con aquello que le vincula a su infancia.

Existen momentos muy inspirados en esta fantasía, los únicos en los que el protagonista escapa de su patológica soledad y del curro espantoso en el que le ha metido su madre, cuyos compañeros son casi surrealistas. Por supuesto son momentos que comparte con Stéphanie, en los que ambos dejan volar su imaginación, y los sueños se hacen realidad, aunque sea por breves momentos que sólo existen en sus mentes. En esos mágicos momentos, Gondry se regodea en su gusto por la stop-motion, por la yuxtaposición de animación de objetos con planos imposibles. Pareciera que en cualquier momento el relato se va a volver definitivamente loco y abigarrado, creando mundos imposibles de cartón y hojalata, en el que la tecnología ha sido sustituida por lo artesanal. Sin embargo, el anunciado abandono de las leyes de lo real nunca llega a suceder, y la historia queda en un mero juego o capricho escenográfico. Es una pena, porque el operador Jean-Louis Bompoint logra aunar ambos mundos con gran talento, y podía haber dado para mucho más.

Al final, lo que provoca ‘La ciencia del sueño’, que se ve bien y se disfruta, es volver a las imágenes de ‘Olvídate de mí’ cuanto antes. Su siguiente película, la desternillante y entrañable ‘Rebobine, por favor’ (‘Be Kind Rewind’, 2008) abandonará de momento los territorios del sueño, y la que ahora prepara, ‘The Green Hornet’, parece un encargo más, aunque ya veremos. Aún queda esperanza de que Gondry siga buscando esa forma tan personal de hacer cine que le convierta en un autor único. El tiempo lo dirá. De momento…¿dónde metí mi deteroriada copia de ‘Eternal Sunshine of the Spotless Mind’?

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