'La gran apuesta', la banca gana

'La gran apuesta', la banca gana
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"Al final le echarán la culpa a los inmigrantes y a los pobres."

‘La gran apuesta’ (‘The Big Short’, Adam McKay, 2015) es una película necesaria. Creo que eso sería todo lo que hay que decir de una película que explica al pueblo llano cómo el mundo se fue a la mierda, económicamente hablando, allá por el 2008. Así lo consideró también Christian Bale, por cuyo motivo aceptó interpretar a uno de los vitales personajes del film. Contra todo pronóstico —porque las favoritas eran otras, nada más— el trabajo de McKay se alzó con el premio de la PGA, subiendo enormemente sus posibilidades de alzarse como gran triunfadora en la próxima edición de los Oscars. Si gana sería totalmente merecido.

La reciente crisis financiera ha servido de tema a alguna que otra película, de tono muy dramático —evidentemente el tema lo es, más de lo que queremos creer, más de lo que sabemos—, como por ejemplo ‘Margin Call’ (íd., J.C. Chandor, 2011), que no tenía la suficiente perspectiva para transmitir la seriedad de algo que aún a día de hoy escapa a la comprensión. Por no hablar de la cantidad de gente desinformada, financieramente hablando, que desconoce términos, definiciones y cómo operan los bancos y los accionistas, con el dinero de la gente. ‘La gran apuesta’ procura, en la medida de lo posible, el facilitar el entendimiento, y aunque maneja conceptos difíciles lo logra. Muchos la tratan como si fuera una comedia, pero es un drama. De los que joden.

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Adam McKay declaraba recientemente preocuparse cuando la gente no pilló el mensaje debajo de la sátira que fue ‘Los otros dos’ (‘The Other Guys’, 2011). Por eso dejó de lado la misma cuando se hizo cargo de ‘La gran apuesta’, optando por una decisión brillante, hablarle de tú a tú al espectador, sin dejar que los aspectos cómicos —con uno muy importante, por real: un sistema corrupto y tanta gente ciega— ahogasen la seriedad del asunto. El lenguaje narrativo del que echa mano McKay —por cierto, un director bastante inteligente y cuyas comedias están por encima de la media actual— es al que está acostumbrado el público en estos momentos.

De ahí que el film posea un ritmo vertiginoso —brillante montaje de Hank Corwin, que fue colaborador de Oliver Stone y Terrence Malick— que ya quisieran para sí muchas cintas de acción, a lo largo de las dos horas de duración, y cuyas imágenes más que un bombardeo visual es un puñetazo detrás de otro, continuamente y sin descanso. Al fin y al cabo, es casi el mismo método que utilizaron los llamados poderosos para acabar con nuestras ganas de esperanza, con nuestro futuro, mareándonos hasta límites insospechados; aquí evidentemente, el filtro es el del cine en sí mismo, que rompe sus propias reglas —romper la cuarta pared, por ejemplo— para mostrarnos ágilmente lo que ha sucedido en los últimos años. Y ojo, lo que podría suceder.

Una jugada maestra

Lo hace mediante tres historias, digamos intercaladas, tres grupos de protagonistas diferentes, basados en personajes reales y que tres años antes del estallido de la crisis observaron —ese verbo tan menospreciado hoy día— que podría existir una burbuja en el sector inmobiliario, que precedía a un colapso económico de envergadura mundial. McKay se sirve de un plantel actoral en verdadero estado de gracia, comenzando por un pletórico Christian Bale, continuando por un contenido Brad Pitt —además productor del evento—, Ryan Gosling, que actúa de narrador, y terminando en un más que sorprendente Steve Carell, que tras la inmensa ‘Foxcatcher’ (íd., Benneth Miller, 2014), demuestra que puede ser un actor dramático extraordinario —el instante en el que descubre que la economía mundial va a colapsar es una demostración de saber transmitir únicamente con el rostro—.

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Si bien la película parece contar algo similar a la tan citada ‘El lobo de Wall Street’ (‘The Wolf of Wall Stree’, Martin Scorsese, 2013) —con la que nada tiene que ver, salvo la utilización de Margot Robbie, haciendo de sí misma, en una vital secuencia explicativa—, la esencia de la película está debajo de esa superficial visión, además muy en la línea de su director. Dicha esencia, terrible por su magnitud, es comprobar el enorme fraude al que somos expuestos desde hace años por el sistema bancario, que atrapó a sus víctimas con falsas promesas. Para entenderlo, la película te habla de frente, de cara, lo que jamás será capaz de hacer un banquero.

Las alegorías de la comida de un restaurante, o una partida de blackjack, para explicar determinados términos bancarios —de esos que sólo ir su nombre ya producen la muy ansiada, por ellos, pereza, e incomprensión— es un hallazgo de guion y puesta en escena, digno de aplauso, aunque la verdad sea más dolorosa de lo que podemos, o no queremos, soportar. Si a ello sumamos los flashes que retratan a la perfección la línea de consumo de la sociedad actual, o discursos deprimentes metidos en el momento adecuado —aquel que suelta Pitt a sus colegas alegando que lo que han hecho dejará a mucha gente sin trabajo, lo cual hace subir el índice de mortalidad—, la jugada, nunca mejor dicho, es redonda.

Mención especial merece la utilización de la música, tanto las canciones utilizadas con mala leche —los primeros compases de ‘El fantasma de la ópera’ de Andrew Lloyd Webber— como la compuesta por un inspirado Nicholas Britell, tan terriblemente atmosférica en ocasiones como oscuramente reflexiva en su final. Pocas veces el dicho de que segundos visionados son tan, o más, importantes que el primero, ha tenido tanto sentido. Si la olvidada reflexión hace acto de presencia, y creo que lo hace, la labor de Adam McKay sólo puede tacharse de magistral. Atención a los títulos de crédito finales que funcionan a modo de advertencia sobre algo terrible que aún podría pasar. ¿Seremos capaces de permitirlo… de nuevo? La respuesta me asusta tanto como la película.

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