'Déjame entrar', nieve y sangre

'Déjame entrar', nieve y sangre
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Por fin se ha estrenado esta película, que de unos meses a esta parte está en boca de todo el mundo, y que ha suscitado no pocos encendidos elogios. Viéndola, me da la sensación, sin miedo a exagerar, de que si Shyamalan hubiera sido sueco, o se hubiera largado a trabajar a ese país en lugar de a Estados Unidos, no habría hecho una película muy diferente. Y es que el director, Tomas Alfredson, parece claramente inspirado por un tratamiento del misterio muy similar al del célebre director de ‘La joven del agua’. Y me parece tremendamente afortunado que mi última entrada haya sido a propósito de esa obra maestra, pues así los lectores de estas líneas tendrán más frescas mis ideas sobre la fantasía y el misterio.

Dejando bien claro que esta película me parece una sensible y noble aportación al género fantástico europeo, y que su director es ya, sin lugar a dudas, uno de los nombres a tener en cuenta en el futuro, tanto en este género como en cualquier otro que le interese, no puedo sin embargo unirme a ese dilatado grupo de cinéfilos que han encontrado en ‘Déjame entrar’ una pieza magistral y conmovedora de suspense. Pues, como trataré de explicar a continuación, muchas de las ideas y formalizaciones de esta película pienso que podrían haber dado para mucho más, y es una pena que queden a medio camino. Y no pienso decir eso de: “para los tiempos que corren no voy a pedir más”. Yo siempre pido más.

El tema del vampirismo, en todas sus variantes, parece ilimitado, e inagotable. Realmente no nos cansamos de regresar a él una y otra vez, y esta estupenda película lo demuestra una vez más, aunque es justo decir que apenas aporta nada nuevo a un mito que cada director o escritor diseña a su manera, modificando sus códigos y normas. Lo más interesante de la pequeña vampira de ‘Déjame entrar’ (así como de la mujer vampira que tendrá un breve protagonismo…), que entronca con el niño vampiro de (esta sí magistral) ‘Los viajeros de la noche’ (‘Near Dark’, Bigelow, 1987), que a su vez entroncaba con la niña vampiro Claudia de las Crónicas Vampíricas de Anne Rice, es el cuidado y nada manipulador patetismo que estas tenebrosas criaturas provocan en el espectador, ejerciendo más de mártires y víctimas que sus propias víctimas. El vampirismo aquí está entendido como una maldición que condena a estas criaturas a la soledad y la incomprensión, al sufrimiento emocional.

Seguramente de ahí nace la fisura que desequilibra este bello relato de amistad y de amor, de soledad y de encuentros transformadores. Nos sentimos mucho más cercanos a la pequeña Eli (sorprendente, inolvidable Lina Leandersson) que al rubio Oskar (sensible Kåre Hedebrant). Pero el relato está visto desde los ojos del chaval, y su drama, su tragedia íntima, no es tan importante para el espectador, dado que el guionista no le mete verdaderamente en un pozo sin salida del que queramos que salga. Que es solitario y que lo pasa mal en la escuela nos queda bien claro, pero hacía falta una implicación mayor con él. De ese modo resultaría mucho más creíble su aceptación de una realidad tan extraña, y la consecución de un clímax que tal como está presentado, parece forzado y endémico.

Estoy casi seguro de que el mayor problema de esta historia es del guión y de la estructura, o bien del montaje y de la forma de ordenar y encadenar los episodios. Porque la labor de Alfredson es casi impecable. Tanto en su sobriedad, como en su elección de contarnos este drama con los medios más austeros posibles, Alfredson demuestra imaginación y buen hacer. Sin embargo la película parece dispersa, poco concisa y carente de unidad. ¿Por qué sucede esto? Alfredson, como director, tenía que haber procurado que la película no se resintiera tanto de una falta de ritmo tan evidente. Y no me refiero a que la película sea lenta (a veces, sin necesidad), sino a que el tempo no está sostenido. Me explico.

Eso del ritmo lento como sinónimo de aburrimiento creo que sólo lo defienden aquellos que le piden muy poco al cine. Ahora bien, un ritmo lento y sostenido es algo muy difícil de lograr, y aquí Alfredson no lo consigue. Después de un gran momento de gran intensidad (y esta película tiene varios magníficos), sus actores no sostienen (pues son los actores y su dirección la que va marcando el ritmo) ese ritmo deseado, esa tensión invisible que arma una historia. Es tan obvio esto, y Alfredson demuestra tanta solidez en su planificación y punto de vista, que me resisto a pensar que sea culpa suya. En caso contrario, habría que achacarle que sus personajes secundarios sean tan erráticos, y que ayuden tan poco a sus dos protagonistas. Tanto la madre del chaval, como el grupo de amigos del bar, son como fantasmas que aparecen y desaparecen, cuyas líneas de tensión internas están muy descuidadas.

El precio que paga Alfredson por esto es la desconexión con el relato, la dispersión y la superficialidad. No estoy de acuerdo con mi colega Jesús León, quien nos hablaba acerca de la poesía de esta película en su excelente texto. En mi opinión la poesía cinematográfica es algo más que una bella fotografía (firmada con precisión por Hoyte Van Hoytema, quien da en el clavo con una imagen convenientemente limpia y gélida, perturbadora en su luminosidad y conmovedora en su oscuridad) y que una sensible languidez en la descripción de los acontecimientos. Es necesaria una mayor concisión y un no suavizar una sordidez que parece aguada y reciclada en una cierta complacencia con el espectador.

Una lástima, porque a ratos parece que asistimos a un verdadero hito del cine fantástico, que sin embargo se recuerda con más placer del que se siente viendo sus imágenes. Al menos, como hace el mejor Shyamalan, Alfredson siente un gran respeto por su espectador y le propone que juntos armen las lagunas de una mitología vampírica retomada aquí como excusa para hablar de la soledad, de la eterna dificultad que entraña la amistad y el amor.

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