'La isla mínima', conspiración de silencio

'La isla mínima', conspiración de silencio
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En el 2014 se estrenaron varias cintas españolas que lograron poner en el punto de mira del público y crítica, el que casi siempre denostado cine patrio, a veces con razón, otras por la falta de autocrítica de la que hacemos gala tan descaradamente. A las imprescindibles ‘Magical Girl’ (Carles Vermut, 2014), o ’10.000 Km’ (Carlos Marques-Marcet’, 2014), apuestas arriesgadas de cara a ganarse el favor del siempre acomodado público, hay que sumar, dentro de un género más aceptado como el thriller, ‘La isla mínima’ (Alberto Rodríguez, 2014), que se edita esta semana en Blu-ray y está nominada a nada menos que 17 Goyas en la próxima edición de los Oscars españoles.

Con ella su director, cuya filmografía ha ido creciendo en interés con el paso de los años, y tanto en su anterior, y para mí magistral, ‘Grupo 7’ (2012) como en la que nos ocupa, Rodríguez indaga en nuestro pasado, encontrando en ambas ocasiones material más que suficiente para ofrecer al gran público dos thrillers intensos, magníficos, que bucean en nuestra memoria, encontrando algo más que la típica España que estamos acostumbrados a ofrecer, la de la pandereta. En tierras andaluzas, como en cualquier otro punto español, hay recovecos de historia, lugares y personajes que sirven para llenar mucho buen cine, si se quiere.

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Referencia y síntesis

Dejando a un lado el paralelismo que demasiados medios se han encargado de subrayar y subrayar, con la excelente serie de televisión ‘True Detective’ (id, Gary Fukunava, 2014), que es como comparar dos westerns porque en ambos hay caballos, las referencias de ‘La isla mínima’ son múltiples sobre dentro del Film Noir, del que Rodríguez se declara tan fan –algo que puede verse con claridad en sus dos últimos trabajos, los mejores−. Si uno de los más evidentes es el también indispensable ‘Memories of Murder’ (‘Salinui chueok’, Bong hon-jo, 2003), las referencias, señaladas por el propio director, hacia una de las obras maestras de John Sturges son sensacionales.

La investigación que dos policías llevan a cabo en la España de 1980, con claras referencias a casos reales, como el de las niñas de Alcásser, se empareja con la investigación de Spencer Tracy en el film de Sturges. El caso va dando paso a una soterrada denuncia, en aquella los campos de concentración en suelo estadounidense, en ésta los rastros de una recién salida dictadura, que aún a día de hoy envenena el cerebro de alguna gente. El código de silencio del pueblo no es más que un miedo arrastrado a lo largo de los años, y la amenaza invisible toma forma en personajes como el de Jesús Castro, más aprovechado que en ‘El niño’ (id, Daniel Monzón, 2014).

Pero las referencias a otros títulos, más conocidos o no, y que sirven para disfrutar de la enorme experiencia de Rodríguez como espectador, encuentro la mayor virtud en la forma, que al final hace el fondo, de un thriller de poco más de hora y media de duración, en unos tiempos en los que parece que las películas deban durar más de dos horas por ley. La enorme capacidad de síntesis de Rodríguez, tanto en el guion como en la impecable puesta en escena me hace recordar los thrillers de los 50 a cargo de Don Siegel, auténtico maestro en el montaje de sus films, y que incluso en los 70 seguía gozando de la misma virtud. Rodríguez no se contenta con la cita cinéfila, la viste de ritmo, síntesis, como antaño, con los medios de hoy.

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El horror de nuestro pasado

No hay un solo detalle técnico que sobre, o esté exagerado en uso. La impresionante fotografía de Alex Catalán alcanza su máximo esplendor en esa tomas aéreas digitalizadas e inspiradas en fotografías de Héctor Garrido, que muestran una paisaje laberíntico en el que la verdad parece escabullirse delante de nuestras narices, como en esa persecución nocturna de un coche que desaparece en la densa lluvia llevándose consigo un trozo de esa verdad que se busca —y que coqueta con el fantastique, como en algún que otro instante—. Lo mismo con la minimalista música de Julio de la Rosa, y que por momentos parece evocar al John Carpenter más inspirado.

Raúl Arévalo, en el que para mí es el mejor papel de su carrera, casi siempre asociada a la comedia, y Javier Gutiérrez, encabezan un excelso reparto en el que nadie sobra ni falta, demostrando un feeling fuera de lo común. Dos policías totalmente diferentes con distintos pasados, en un descenso a los infiernos tan deslumbrante como terrorífico, en el que para atrapar y vencer a lo que parece un demonio invisible, hay que convertirse, o haber sido, uno de ellos. De gran coherencia el personaje de Gutiérrez, que resolverá la situación haciendo lo que mejor sabe hacer.

Sólo un demonio puede salvarnos de otros demonios, sólo alguien que ha tenido demasiada sangre en sus manos puede pensar como el más sanguinario asesino de niñas. La salvación gracias a la sangre derramada por uno de los monstruos de nuestro vergonzoso pasado. La verdad que se escabulle entre los muertos. Determinadas cosas nunca verán la luz, y se perderán en la memoria de un país que avanza a trompicones, escondiendo sus crímenes. Porque hay ciertas cosas que nunca sabremos, y tal vez, sólo tal vez, sea mejor así.

Una obra maestra.

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