'Donde viven los monstruos', un videoclip alargado

'Donde viven los monstruos', un videoclip alargado
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Cuando Maurice Sendak publicó en 1963 su cuento breve ilustrado ‘Where the Wild Things Are’, no fue un éxito instantáneo. El propio Sendak era considerado una especie de bicho raro, y sus dibujos y cuentos una rareza difícil de catalogar. Algo parecido sucede con Spike Jonze, que en ese sentido, el único, se parece al escritor y dibujante que tanto admira. Pero mientras Sendak es un outsider por personalidad, por su propia naturaleza, Jonze lo es por elección, por pose. Eso sí, nadie le puede negar un coraje inmenso por haber llevado a la pantalla este cuento tan difícil de adaptar. Lo malo es que no sólo de intenciones vive un cineasta, y en este caso lo único que hay en la película son buenas intenciones que no maquillan el resultado final.

Jonze, antiguo director de rutilantes, modernísimos, cool videoclips para gente como R.E.M., transformado en eso que viene a llamarse “director de culto” (expresión que no es más que degradación de la idea de vanguardia) va de autor radical, de director brillante, transgresor, de cineasta singular, y se esfuerza como un gato panza arriba en demostrarlo en esta su última película, en la que además va de sensible y visionario. Pero si se tiene la mirada limpia y ajena a todo divismo autoral, lo que va de transgresor se queda en conservador; lo que pretende ser brillante se queda en retórica vacía y amorfa; y lo que busca demostrar una sensibilidad y una personalidad visionaria se queda en vuelo bajo, mediocre, sin fuerza expresiva. ‘Donde viven los monstruos’ es una propuesta simplemente bizarra.

Este cineasta, que goza de su capilla de admiradores irredentos, comenzó de la mano (como su amigo Michel Gondry) de uno de los guionistas, ahora también director aunque nunca estrenen su película, más brillantes e imaginativos que ha dado el cine norteamericano en la última década, el neoyorquino Charlie Kaufman, un escritor capaz de dinamitar las convenciones de la comedia negra y de alcanzar, a golpe de genio, la condición de autor simplemente por sus libretos. Tanto en ‘Como ser John Malkovich’ como en ‘El ladrón de orquídeas’, Jonze tuvo a su disposición hilarantes guiones que él, un consumado realizador, pudo enrarecer todavía más, dotándolos además de un tonillo conservador que ahora se confirma en esta primera aventura sin tan brillante guionista.

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Pero la ambición de Jonze, que comparte con Gondry su pasado videoclipero de formidable creador de imágenes de diseño que pasan por artísticas, aunque no esa sinceridad y esa humanidad dolorosa que tanto caracteriza el cine (a veces insuperable) del francés, no tiene límites, y ahora se mete en un asunto muy serio, asunto de cine mayor, que sólo unos pocos cineastas superdotados han podido domeñar y llevar a buen puerto. Nada menos que la representación de los demonios de la infancia y la elaboración de los universos que nos ayudan a sobrevivir en la difícil transición de niños a adolescentes, con todo lo que eso conlleva de frustración, soledad, culpabilidad, celos, alienación. Jonze creyó que podría lograrlo valiéndose del librito de Sendak, y de su dominio de la cámara, pero le quedó grande el empeño.

La infancia como tema

Cuando uno de los verdaderos artistas cinematográficos europeos, el español Víctor Erice, se zambullía con el alma en carne viva para narrar las siniestras sombras y el traumático parto de la lucidez en ‘El espíritu de la colmena’ o la conmoción de la comprensión de un padre en ‘El sur’, sabía muy bien de la importancia del punto de vista, y era muy consciente de que la poesía no nace de la imposición de la mirada del poeta sobre el mundo real, sino que surge, precisamente, del mundo real, y que el poeta simplemente se encarga de registrarla, de hacerla más aparente y más accesible para el hombre común, no para iniciados que se sienten especiales porque desconocen que todo verdadero acto poético comienza y termina en el territorio de los hombres comunes.

No existe punto de vista en ‘Donde viven los monstruos’ porque Jonze, que es un esteta de los movimientos de cámara y de la elaboración de luces (y en ese sentido, su habitual operador Lance Acord vuelve a demostrar su gran pericia), no comprende realmente a su criatura infantil, y no vemos el mundo a traves de sus ojos, sino a traves de los ojos del propio director, que observa todo con ternura pero con distanciamiento. Tampoco hay poesía, porque el camino que se marca el realizador es traicionado luego por él mismo dada la blandenguería de su carácter artístico. Si a un comienzo dubitativo (aunque eso sí, tremendamente autocomplaciente) se le puede conceder algún momento de firmeza como aquel en el que al niño le explican que algún día el Sol desaparecerá, la transición al mundo de su estricta imaginación está mal narrado, pues carece de un disparador emocional y de una progresión identificable.

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Pero ya en lo que es el cuerpo mismo del relato, Jonze se regodea en un caos amorfo que muchos justificarán por ser la personalidad de un niño, ignorando seguramente que nada hay más disciplinado que la imaginación de un niño, pues surge de los resortes más íntimos de su ser y están ligados a todas sus experiencias sensoriales y emocionales. El director, así, fracasa a la hora de mostrar la sensación de libertad absoluta que deberíamos experimentar en momentos como las peleas o los aullidos del grupo en el acantilado, y fracasa principalmente porque más que manejar emociones, maneja ideas que a un relato de estas características lo vuelven opaco y gélido, incapaz de reflejar nada. Lo que podría haber dado lugar a un videoclip curioso o a un cortometraje bonito se alarga durante casi dos horas aburridas y conscientes de su propia supuesta genialidad.

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