La pasión de Andrei Tarkovski

La pasión de Andrei Tarkovski
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Cuando en cierta rueda de prensa, un periodista le preguntó a Andrei Tarkovski por la presencia del agua en sus películas, dando por sentado que era un símbolo que ocultaba alguna idea o algún mensaje cifrado, el cineasta se enfureció hasta tal punto que impresionó a todos los presentes, pero se controló y se limitó a contestar: “amo el agua”, afirmación que acompañó de su habitual encogimiento de hombros. Me parece una anécdota tremendamente elocuente de la forma de ser de Tarkovski, así como de su lucha para ser comprendido y para, según sus propias palabras, ganarse nuevos partidarios intelectuales. Desde que dirigió la monumental ‘Andrei Rublev’ (‘Andrey Rublyov’, 1966), Tarkovski sufrió enormes presiones del aparato represor soviético, que culminaron en 1979 con ‘Stalker’ (id, 1979) cuyos avatares casi le cuestan la cárcel y el fin de su carrera. Su (falsa, por distorsionadora de su personalidad artística) condición de director maldito de la Unión Soviética, le otorgó la cruz de que cada una de sus imágenes era mirada con lupa, y hasta en una gota de agua que se deslizaba por un piedra, toda la comunidad cinematográfica, no solamente rusa, encontraba un signo críptico que desentrañar.

Es decir, que su peor pesadilla, que sus imágenes fueran objeto de confusión debido a la injerencia de los poderosos, fue una triste realidad durante buena parte de su vida, y condicionó irremediablemente su carrera. Tras el desastre de ‘Stallker’ las dificultades con los organismos soviéticos del cine se recrudecieron hasta el punto de que se vio obligado a abandonar su hogar, y a buscar otro en Europa occidental, convirtiéndose en otro artista ruso en el exilio, privado así de su mayor fuente de inspiración (su tierra) y contaminado por ese terrible sentimiento devorador llamado nostalgia. Sin embargo, podemos quedarnos con la explicación que él mismo gustaba de dar: una bruja le dijo una vez que solamente filmaría siete películas. Y así fue. Y también le dijo que serían siete importantísimas películas del cine, y así fue también. El orgulloso Tarkovski prefería pensar en la premonición de la bruja, antes que en la prosaica explicación de sus dificultades profesionales, seguramente porque para él merecía más respeto la intención de aquella adivinadora que las infantiles tentativas de algunos sujetos abyectos de arruinar su vida.

Tarkovski será para siempre el director-autor por excelencia, con lo que ello conlleva de elitismo, esnobismo, de distorsión. Será también el director “lento” por antonomasia, el mayor defensor y practicante de un cine artístico, ajeno a toda concesión comercial, devoto del arte por el arte. El cineasta ruso se sentía uno de los pocos creadores, o por lo menos protectores, de un arte cinematográfico a la altura de la literatura, la pintura, la danza o la música, nunca más en una posición humillantemente inferior, obligado a ello por imposiciones mercantiles. Célebre es su frase de que los productores de cine se han convertido en traficantes de drogas, aunque no literalmente. Y es que Tarkovski, siendo tan serio, tan existencialista, poseía un enrevesado sentido del humor que pocas veces era reconocido como tal, y que se encuentra en declaraciones como ésa, o en su explicación de las influencias en el cine, luego traicionada por él mismo, pero todo ello camuflado por su exquisito gusto al escoger las palabras, gracias a su vasta cultura. Pero en todo caso su humor es casi siempre negro, fatalista, con la sonrisa del que sabe que el mundo es demasiado a menudo el peor lugar imaginable, y que el hombre no ha nacido precisamente para ser feliz.

Constantes de una mirada indómita

Como ocurria con su admirado Bergman, demasiados analistas o cinéfilos han caído en el lugar común de (pre)juiciar el cine de Tarkovski como complicado, abstruso o inasible, cuando en verdad, a poco que se observen sus imágenes con la conveniente libertad de ideas, sus películas se muestran como de una gran sencillez, absolutamente francas y directas, ajenas por completo a símbolos, rebuscamientos o retóricas visuales tan abundantes en ciertos directores que van de grandes artistas, y se quedan en estrellitas sin nada que contar y entregados a un originalismo de culto muerto, sin vida. Muy al contrario, la vida inunda la pantalla de Tarkovski, muchas veces coartada por la estéril búsqueda interior de sus personajes, incapaces de creer en sí mismos, de amarse sin complejos, de aceptarse como parte del universo en lugar de enfrentarse constantemente a él. Sus siete largometrajes, más el precioso mediometraje documental ‘Tempo di viaggio’ (1983), codirigido con su amigo Tonino Guerra, son una escalada hacia la muerte en éxtasis, con el objetivo del despojamiento formal y narrativo, en el anhelo de crear imágenes puras que originen en el espectador una profunda conmoción espiritual.

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Es probable que a él no le gustara porque le sonaría al típico reduccionismo crítico, pero no me resisto a escribir un compendio de sus constantes:

Los elementos naturales: Tarkovski, como todo poeta que se precie, era un sensible mirón y oyente del entorno natural. Para él era inconcebible un filme en el que el agua, el fuego, la tierra y el viento no tuvieran una presencia preponderante, por la sencilla razón de que son parte esencial de la vida. Los elementos naturales nos atan a las necesidades terrenales, pero también nos vinculan, aunque no queramos, con la parte inmortal de nuestro interior, con la eternidad y primacía de la naturaleza. Por supuesto que tampoco se privaba de mostrar ambientes industriales o inhóspitos, que en opisición otorgaban mayor serenidad a los ambientes naturales de sus películas.

Los sueños: Quizá sea demasiado trillado, porque en muchos directores su cine parece un sueño, pero en el caso de Tarkovski, tan propenso a filmar sueños, es inevitable, y aún cuando no filmaba sueños, su cine estaba presidido por una puesta en escena marcadamente poética. Nadie ha filmado los sueños, o las ensoñaciones, como el ruso. Se sentía mucho más a gusto en un universo onírico que en el real. Los sueños fascinantes de ‘Sacrificio’ (‘Offret’, 1986) o ‘El espejo’ (‘Zerkalo’, 1975), han alimentado la narración onírica en el cine de medio mundo, pero nunca han resultado tan inolvidables.

Dios y el mundo espiritual: Tarkovski era un hombre profundamente espiritual. Según él, la grieta entre lo espiritual y lo material era tan grande en el mundo moderno, que ello conllevaría (y quizá no le falte razón) nuestra destrucción como sociedad. Pero Tarkovski no era un beato, por mucho que para él la vida artística fuera una identificación con Dios. Él practicaba sus creencias a su propia manera, y creía que el hombre debía tomar responsabilidad por su vida y sus actos, más que delegar en un ser omnipotente. Pero Dios y su relación con él son parte medular de su cine, y sus criaturas hablan y hablan de Dios, en contraste con el aterrador mutismo de la naturaleza.

El mundo del arte: El arte, en todas sus formas, aparece en sus películas como un mantra. La pintura, la poesía, la arquitectura, la música de Bach. Para él eran cobijos ante un mundo hostil y frecuentemente despiadado. En Tarkovski, el arte es la única solución y forma de vida posible, y esto queda claro en sus ficciones. Y no hay nada bonito o entrañable en el arte, sublimado como una tabla de salvamento, ajeno al entretenimiento o la diversión, encontrando en lo terrible lo mejor de nosotros mismos. El arte no como parte de la belleza del mundo, sino evocador de una belleza que está más allá de él, y que, como diría Poe, nos ofrece la evidencia de que la muerte es sólo el principio.

Rusia: Para Tarkovski, Rusia era todo. No, por cierto, la Unión Soviética, sino Rusia, lo ruso, su gente, su cultura, su historia, su forma de ser. Todo lo demás era la periferia. El trabajaba para su país y por su país. De ahí extraía su fuerza para seguir, de sus bosques y sus ríos. Y de ahí surgió la fuerza nostálgica (según él, nadie es tan nostálgico como un ruso) que finalmente le destruyó. Los poetas rusos (especialmente su propio padre, una eminente figura lírica) eran siempre un ejemplo a seguir, y él hizo suya una forma lírica de entender el mundo, como una esperanza de una existencia plena, solar y poética.

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En sus constantes se encuentra poco, o nada, del cine que a él más le entusiasmaba. Siempre repetía el nombre de los mismos directores: Luis Buñuel, Akira Kurosawa, Robert Bresson, Ingmar Bergman, Aleksandr Dovzhenko. No se habría tolerado a sí mismo repetir o emular el cine de ninguno de ellos, aunque de vez en cuando se permitía un personal homenaje subterráneo. Los grandes logros de esos maestros no eran el objetivo, sino el equipaje con el que se sobrellevar las propias limitaciones. En su necesidad de ser único, Tarkovski llegó a ser único, sin escatimarse duras palabras contra su propio trabajo (”‘Solaris’ es mi película menos lograda”) o halagos (“Con ‘La infancia de Iván’ sucedió un milagro: se había obtenido una buena película”). Él era lo que Dylan llama un “artista en tránsito”, nunca satisfecho con el trabajo previo, y siempre en perenne movimiento, y proponiendo a su vez al espectador una feroz lucha consigo mismo, nunca dándole facilidades en sus películas, desafiándole a soportar el aburrimiento de su aprendizaje narrativo, aspirando a que ese espectador sea el co-autor de la imagen cinematográfica, hablando a cada uno de nosotros por separado.

‘La infancia de Iván’ (‘Ivanovo detstvo’, 1962), ‘Andrei Rublev’ (‘Andrey Rublyov’, 1966), ‘Solaris’ (‘Solyaris’, 1972), ‘El espejo’ (‘Zerkalo’, 1975), ‘Stalker’ (id, 1979), ‘Tempo di viaggio’ (id, 1983), ‘Nostalghia’ (id, 1983), ‘Sacrificio’ (‘Offret’, 1986). Siete escalones y medio hacia la incomprensible y aterradora presencia de Dios y de la Muerte. Espero que el lector de Blogdecine me siga con paciencia por este tortuoso camino.

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