'La cena de los idiotas', la gran comedia

'La cena de los idiotas', la gran comedia
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Hace poco, en una de esas charlas que se mantienen en la calidad de un café bar, entre cervezas, cafés, sustancias innombrables, y por supuesto, entre amistades que valen su peso en oro, hablábamos de que todo el mundo tiene una película famosa que no ha visto. Conozco a gente que aún no ha visto las películas de Star Wars, ‘Casablanca’ o ‘Los 7 samurais’, por poner ejemplos varios y diversos. Entre los cinéfilos más experimentados también existe ésa, o esas, películas, que por una razón u otra, permanecen en el cajón de las cuentas pendientes.

En mi caso particular, ‘La cena de los idiotas’ es (era) una de las películas que aún no había visto, y que cuando me preguntaban por ella, se sorprendían al revelarles que aún tenía que ponerme a verla para poder hablar sobre ella. Hace nada, dicha película cayó en mis manos por vías extrañas e inesperadas, y como no me gusta poseer lo ajeno demasiado tiempo en mi poder (por eso nunca pido nada, y menos películas), me apresuré a visionar un film que me proporcionó las risas más desternillantes que haya soltado en los últimos años. Y es que la comedia es, probablemente, el género más difícil de realizar en la actualidad.

La buena comedia, aquella que individuos como Chaplin, Wilder, Lubitsch, Edwards, Sturges, Leisen, Berlanga, y un sinfín más, elevaron a la categoría de grande, parece haberse perdido en el olvido, y al igual que en el resto de géneros, pero más en éste por conservar aún el respaldo del gran público, han sucumbido a una trivialización del mismo, convirtiéndose en una parodia de sí mismo con monigotes en vez de personajes y con temas más simples que un botijo. Atrás queda el hombre corriente, a través del cual se denunciaba algún tema de índole demasiado seria, que vertida por el colador de la comedia, alcanzaba niveles hilarantes, logrando que el espectador no sólo se olvidase de sus problemas, sino que se riera de ellos (tal y como demostró Preston Sturges en cierta película que no es necesario nombrar, la risa es más necesaria que nunca).

Precisamente ‘La cena de los idiotas’ devuelve algo del esplendor perdido a la buena y gran comedia. Su premisa parte de la idea que unos hombres de éxito de París, tiene todas las semanas: se reúnen para cenar invitando cada uno de ellos a la persona más estúpida que conozcan, para reírse de ella, sin que ésta lo sepa, evidentemente. Pierre, uno de los hombres que se apuntan puntualmente a la malévola, perversa y casi sádica costumbre, conoce por recomendación a una persona, François Pignon (nombre muy utilizado por Veber en su filmografía), que entra de lleno en su perfil para presentar a sus amigos al ser más imbécil que habita el planeta Tierra. Lo citará en su casa antes de acudir a la cena, para conocerle, pero allí las cosas darán un giro totalmente inesperado.

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Una trama sencilla, de la que Veber se vale para hablar de cosas como la diferencia de clases, los prejuicios, y sobre todo el amor. Diferencia de clases porque en todo momento Pierre cree estar siempre por encima de todo aquel cuya condición social no sea la misma que la de él, obviando las necesidades y sentimientos de los que le rodean. Prejuicios por pensar que una persona con raras costumbres (en este caso maquetas realizadas con cerillas) es idiota sin remedio. El amor siempre está presente en la trama: Pignon se dedica a sus maquetas por el abandono hace años de su mujer, y Pierre está a punto de experimentar lo mismo, dándose cuenta de que por amor será capaz de hacer las cosas más idiotas que nunca haya pensado. Es aquí cuando Veber realiza la propuesta más inteligente del film: el idiota pasa a ser el inteligente, y el inteligente pasa a ser el tonto. Ambos se pondrán en los zapatos del otro (en plan Atticus Finch) y sobre todo Pierre comprobará que la vida no es tan simple y fácil de manejar.

Veber condensa en poco menos de hora y media toda la acción del film, que se desarrollará en el apartamento de lujo de Pierre. Un ritmo perfecto marcado por tres hilarantes conversaciones telefónicas y la incursión de varios personajes más, algunos con mayor importancia que otros. Al respecto, cabe señalar, que si la participación del mejor amigo de Pignon, también inspector de Hacienda, provoca momentos inolvidables, el que aparezca uno de los amigos de Pierre, o la amante de éste, no está tan aprovechado e incluso dichos personajes no aportan nada de interés a la trama.

‘La cena de los idiotas’ es probablemente la mejor película de Francis Veber, quien nunca pareció tan seguro de sí mismo manejando el material que tiene entre manos. No en vano, fue el propio Veber quien escribió la obra teatral en la que se basa el film, y que también fue interpretada por Jacques Villeret, dando vida al entrañable François Pignon. El actor se gana enseguida la simpatía del público, y su rostro es la perfecta representación, no sólo de la idiotez (sus caras después de haber metido la pata por teléfono son impagables), sino de la bondad y comprensión humana (a pesar de descubrir que su anfitrión iba a reírse de él en una cena, no le desea ningún mal e intenta arreglarle sus problemas emocionales en una conversación telefónica de distinta intención a las previas). Su antagonista, Thierry Lhermitte no llega a estar a su altura; sólo Daniel Prévost, que da vida a un implacable inspector de Hacienda, logra brillar con la misma intensidad que Villeret, en la piel de un personaje tan extravagante como él.

Para reírse sin prejuicios de nosotros mismos, para acabar el día con una sonrisa en la boca y comprobar que en vez de amargarnos por nuestros problemas, podemos enfrentarnos a ellos con sentido del humor. Suenan rumores para un futuro remake norteamericano, también dirigido por el propio Veber. ¿Es necesario? No respondáis, es una pregunta retórica.

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