'Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas', el mundo es un lugar extraño

'Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas', el mundo es un lugar extraño
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Los fantasmas no están ligados a ningún lugar, sino a las personas, a los vivos

-Boonmee

Antes de enfrentarme a mi segunda experiencia con el joven director tailandés Apichatpong Weerasethakul, constato que la consecución de la Palma de Oro de Cannes con ésta ‘Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas’ no ha hecho más que acentuar las hostilidades entre ciertos sectores de la crítica. A un lado, críticos como Carlos Boyero, Alberto Luchini o nuestro Juan Luis Caviaro. La odian sin ambages, representa para ellos el mal, todo lo que de pedante, vacío y fatuo tiene el cine considerado como “de autor”. Al otro, una revista como Cahiers du cinèma, Jordi Costa o Quim Casas. Fantástica, innovadora, un hito en la historia del séptimo arte, un volver a empezar semejante al de los Lumière. ¿Quién se equivoca? No lo sé, pero me muero por verla.

Ya adelanto que, sin posicionarme claramente en ninguno de los dos bandos irreconciliables, me ha gustado, y bastante, el personalísimo universo fílmico del director tailandés. No creo que haya inventado nada, pero tampoco veo necesario convertirlo en piñata por haber cometido el pecado de ganar el certamen cinematográfico más prestigioso del mundo. Si consigo interesar a alguien con este artículo e incitarle a ver una forma distinta de hacer cine —aunque al final no le guste—, y hablar de algo distinto a la Santísima Trinidad de este blog (sí, Nolan, Shyamalan y Cameron, habéis acertado) habré triunfado. Sin más, paso a explicar mis razones. Con SPOILERS.

Como es habitual en el cine de Apichatpong, su film se abre con varias citas de tradiciones y leyendas que en este caso versan sobre reencarnaciones. Estamos en el campo. Un buey permanece amarrado a un árbol mientras una familia come al aire libre. Los sonidos son muy nítidos, muy cuidados, y fundamentales para que el espectador se sumerja en las imágenes que nos proponen. El buey quiere liberarse y acaba por conseguirlo. Se escapa, pero no llegará muy lejos. Su dueño, con sumo cariño lo trae de vuelta. Nada más. Pero en estas imágenes hay algo extraño: el director no incide mucho en ello, pero el comportamiento del buey es casi humano, se asemeja a un hombre travieso y un poco achispado. No hay nada que nos lo diga, pero se entiende perfectamente que quizá estemos ante una persona reencarnada en buey, y eso no es nada fácil, señoras y señores. Tras esta escena, una sombra de ojos rojos pasa por la pantalla y nos mira fijamente, aparece el título del film y a mí ya me tienen ganado para la causa.

Está claro que ni los temas, ni las formas, ni el tempo es el que nos tiene acostumbrado el cine en general. La atención del espectador se fija en elementos que en esta película son secundarios, y por ello, es fácil caer en una cierta confusión y, por qué no decirlo, una somnolencia hipnótica ayudados por la cadencia de sus imágenes. Y no, no estoy hablando de roncar a pierna suelta con la película ni mucho menos, hablo de un estado especial de percepción al que nos lleva la historia del director tailandés. Porque el tiempo pasa despacio, y hay escenas que sirven mas como sensación anímica que como forma de avanzar la acción. Cuando en el mundo real uno fija su mirada en un espacio en concreto, la mayoría de las veces no sucede nada digno de mención, pero no por ello deja de ser interesante y ayuda a la comprensión de ese espacio. Y cierta escena en la que dos personajes dialogan bajo una pagoda en un campo de cultivo no conlleva una acción importante para el desarrollo del film, pero ayuda magníficamente a meternos en este extraño mundo donde espíritus, muertos y hombres conviven en equilibrio.

El tío Boonmee tiene mal el riñón. Se muere y se acerca su momento de pasar al otro lado del espejo. Los habitantes del otro lado lo saben, y se acercan a dialogar con él de forma natural. Todo confluye en una muy especial cena bajo la luz de las estrellas, en la que Boonmee y otros miembros de su familia ven cómo se materializa ante sus ojos su esposa muerta e inicia un tranquilo diálogo con el resto. Al poco, una forma simiesca se suma al ágape. Se trata del hijo perdido en la selva de Boonmee, definitivamente convertido en espectro. Él mismo nos narrará la triste historia, —homenaje a ‘Blow-up’ (id, Michelangelo Antonioni, 1966) mediante— de cómo pasó a convertirse en una sombra. Todo ello sin estridencias, sin levantar la voz, como quien narra una reunión familiar. La sensación es extrañísima y lleva al espectador a una situación de la que no guarda memoria cinéfila. La escena termina con un precioso y nocturno plano de una montaña recortada en sombras, suave anticipo de lo que está por llegar.

He leído en una entrevista al realizador que éste dividió su film en seis bobinas, y cada una de ellas la filmó con un registro diferente, homenaje a etapas concretas de la historia del cine de su país. Al ir a la sala en la que proyectaban la película, supongo que al igual que muchos, no llevaba manual de instrucciones pero lo disfruté igualmente. Quizá más. Así me sorprendió aún más que sin previo aviso, asistamos a la historia de una princesa transportada por sus súbditos entre la selva, que llega a una cascada mágica capaz de devolver la juventud perdida. Sorprendentemente, aunque sean épocas muy distintas, no estorba dentro del continuado relato sin asideros que es el film. Todo forma parte del mismo mundo, da igual que sean distintas líneas temporales o diferentes personajes.

El tío Boonmee abraza a su mujer fallecida en un remedo oriental y estrafalario de ‘Ghost’ (id, Jerry Zucker, 1990) y en una escena de una humanidad desarmante. Al personaje ya sólo le queda despedirse de los suyos y morir, en un trayecto similar al de la anciana de ‘La balada de Narayama’ (‘Narayama-bushi kô’, Shoei Imamura, 1983). Su destino será una mítica cueva en medio de la selva en la que, acompañado de los suyos y con unas imágenes de un primitivismo y de una fuerza onírica apabullantes, llegará al comienzo de las cosas, de todo, de su primera reencarnación. Mientras, los oscuros espectros de ojos rojos esperan fuera. Imposible describir la fuerza visual y sonora de este segmento —el mimo con que Apichatpong trata la textura del sonido en sus películas lo emparenta con otros diletantes como David Lynch—. Pero la historia aún no ha terminado.

Lo que sigue es uno de los anticlímax más brutales que ha presenciado este crítico, donde se mezclan sin orden ni concierto escenas de una cotidianeidad aplastantes, con veladas diatribas políticas contra el estado de las cosas a través de visiones del futuro y desdoblamientos múltiples que terminan en un karaoke. Inenarrable, absurdo, sin sentido, sin lógica. Pero ¿qué lógica hay en un mundo donde coexisten tradiciones milenarias con Internet, donde hay pueblos en los que los espíritus rigen el destino de sus habitantes y urbanitas sin remedio que jamás han visto un buey, donde hay religiones que defienden la transmigración de las almas y otras que hablan de resurreciones a los tres días? El mundo es un lugar extraño, y ‘Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas’ sólo lo constata. Y de paso, abre un poco más las pantallas de lo que entendemos por cine.

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