'Mi reno de peluche' es un oasis en un panorama seriéfilo prácticamente desolado. Personalmente, me ha servido para volver a congraciarme con la televisión, recordando que también sirve para contar nuevas historias, sanar heridas, dar a conocer nuevos talentos e, incluso, sorprender a un público que parece aletargado entre series carísimas y productos chiclosos. Y no solo es la demostración de que el boca-oreja sigue existiendo más allá de las decisiones del algoritmo, sino que, además, sirve para volver a creer que Netflix es capaz de crear series estupendas y únicas cuando le da la oportunidad a un creador como es debido.
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Con el manantial inacabable de series y películas que hemos tenido en los últimos años, resulta casi imposible decir "Nunca había visto nada así". Todo nos recuerda a algo que ya hemos visto, como si sirviese de eterno contenido de confort, envuelto en un mar de tranquilidad donde nada se atreve realmente a desafiarnos como espectadores. Sin embargo, Richard Gadd lo ha conseguido con una historia incómoda narrada de manera no lineal y en la que atenta contra todo lo que se supone que es el éxito audiovisual de hoy en día.
En 'Mi reno de peluche' no hay personajes perfectos, historias de amor que culminan en bellos discursos o cliffhangers increíbles: ninguno de los episodios de esta magnífica miniserie de Netflix tiene el más mínimo interés por agradar al espectador medio, haciendo suya la famosa máxima de David Simon. Richard Gadd se abre en dos, muestra todo lo que tiene en su interior, su pasado traumático, su auto-odio y su boicot hacia las historias triviales como manera de exorcizar sus demonios, pero también para señalar que la búsqueda de fama no suele interconectar con la de la felicidad.
Y lo hace de una forma magistral, a pesar de ser su primera serie como creador: haciendo creer al espectador que la serie trata sobre un tema (el acoso) para, una vez mordido el anzuelo, contar el rompecabezas desordenado que forma su vida y que delimita cada una de las decisiones erradas que toma a lo largo de estos siete episodios. Al final, 'Mi reno de peluche' consigue que tengamos compasión por un Donny Dunn que está roto por dentro, destruido en mil pequeñas piezas de trauma imposibles de volver a unir.
Amo odiarme
Hace mucho tiempo que una serie no me dejaba tan sentimentalmente devastado como esta. Y sí, es algo bueno: frente al estudiado esquema de la mayoría de contenido que cada semana aparece en nuestros servicios de streaming, Gadd ha preferido utilizar su gran oportunidad para hacer saltar todo por los aires con unos episodios tan aparentemente anárquicos en su narrativa como perfectamente estudiados en realidad, en la que los golpes y las revelaciones se van dando en los momentos adecuados y precisos, como si de un cirujano emocional se tratase.
De hecho, Gadd abre tanto la ventana de sus traumas que en ocasiones querrás apartar la mirada. Pero es necesario mantenerla fija, porque necesitas explicaciones para entender a un personaje visceral, catastrófico, humillado, triste y que, al mismo tiempo, quiere abrirse camino en la comedia, en un contraste que a cada episodio se hace más incómodo, menos gracioso y mucho más opresivo. ¿Os acordáis de esos primeros episodios de 'Fleabag' donde estabais convencidos de que ibais a ver algo con lo que reír? Por ahí van los tiros, pero añadiendo un pesimismo constante que sobrevuela el ambiente desde su primer minuto.
La serie toma el mayor riesgo posible al poner, justo en el medio, como manera de separar dos mitades narrativas, el episodio 4, absolutamente definitorio, una de las mejores y más sinceras piezas audiovisuales que hemos tenido en los últimos años y que, efectivamente, lo cambia todo. Después de esta sobredosis (en todos los sentidos), la serie se pone a sí misma en la cuerda floja: una vez todo salta por los aires, hace falta relajar al público para no sobrepasarle, pero dejando perlas como la catarsis del episodio 6 o la caída en picado del 7. Pero cuando parece que 'Mi reno de peluche' baja el acelerador, lo único que hace es coger fuerzas para atropellarte más fuerte.
Amor del malo
Por una vez, el boca-oreja ha funcionado con una serie que al algoritmo no le interesa especialmente (pero que Netflix ha adoptado rápidamente como su nueva serie estrella después del éxito de visionados en su segunda semana), demostrando que otra televisión es posible. Que los creadores siguen existiendo. Que el espectador medio es mucho más inteligente de lo que se le presupone. 'Mi reno de peluche' es una obra que parece venida de otra época mejor, una disección en canal de un protagonista traumatizado y de una villana desquiciada que, en el fondo, tan solo necesita sentirse vista por alguien. Y terapia. Sobre todo, terapia.
La mera existencia insípida de Dunn es una metáfora de la serie en sí misma: toda su vida ha trabajado para que todas las miradas vayan dirigidas a él, aunque sea fracasando encima del escenario de un bar de mala muerte haciendo chistes sin gracia para un público aburrido. Cuando, en lugar de tratar de entretener con trucos y chistes que saben a añejo, solo necesitaba verdad para enganchar... Aunque pierda un público por el camino que exija un producto más sencillo, menos doloroso y fácil de engullir.
'Mi reno de peluche' es honesta: no intenta esconder su identidad como serie sobre el trauma en ningún momento ni envuelve el veneno en un caramelito. De hecho, desde sus primeros minutos, incluso entre sonrisas y chistes, cada episodio está mezclado de una tristeza insólita, una melancolía pérfida que le otorga un toque único, una aflicción casi inédita en el catálogo de Netflix y que demuestra que hemos visto nacer a un creador con voz propia. Y hacía mucho tiempo que nadie entraba tan fuerte como Richard Gadd, astuto, autobiográfico, doloroso, inteligente, único, autor de episodios en los que seguiremos pensando dentro de unos meses. Ojalá haya alguien controlando el algoritmo y tomando buena nota.
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